El sol apenas se filtraba por las vidrieras del castillo de Theros cuando el príncipe Leonard, con el rostro cubierto de ojeras y los ojos apagados por noches de insomnio, volvió a adentrarse en la antigua recámara de Lady Violeta Lancaster. No era la primera vez. Desde su muerte, cada rincón de aquella estancia se había convertido en un santuario sagrado para su dolor. Dormía allí, sentado en el diván, entre los aromas que aún conservaban sus vestidos, junto a la peinadora donde aún quedaban mechones de su cabello atrapados en el cepillo de marfil. Pero esa mañana, algo lo impulsó a abrir uno de los compartimentos del escritorio.
Una hoja sobresalía ligeramente de entre los papeles. No la había visto antes. Era parte del diario que Lady Violeta solía escribir con delicadeza, con una caligrafía sobria y elegante. Leonard la tomó con manos temblorosas, sintiendo cómo el pulso le martillaba en las sienes. La portada del cuaderno estaba gastada, pero aún se leía el título escrito a mano: