El salón permanecía envuelto en un silencio tenso, un silencio que dolía, que apretaba el pecho. Las flores caían al suelo, una a una, como lágrimas sin dueño, mientras el aire se sentía espeso, irrespirable. La sangre aún manchaba los escalones del altar, y el aroma del incienso no lograba ocultar el cobre crudo que impregnaba el ambiente.
En medio de ese caos congelado, el príncipe Leonard de Theros se mantenía inmóvil. De rodillas, junto al cuerpo de Lady Violeta Lancaster, sus manos temblaban sobre la tela empapada. Sus labios se movían sin emitir sonido alguno, como si rogara a los dioses por una respuesta, una explicación, un milagro.
Su rostro, generalmente firme y sereno, era ahora una máscara de dolor devastador. No podía llorar. No podía gritar. Su alma se había roto en pedazos, y no quedaba en él fuerza ni para la furia. Solo un silencio desgarrador, profundo, lleno de incredulidad.
Fue entonces que Lady Arabella Devereux, aún cubierta con la capa de la doncella que había s