Habían pasado ya varias semanas desde el fatídico día en que el corazón del reino se había quebrado junto al de su príncipe. El luto seguía colgando como un manto espeso sobre Theros, y aunque los días comenzaban a volverse más cálidos, ni el canto de los ruiseñores ni los jardines floridos lograban devolver el color al rostro de Leonard. Era un hombre vencido por el peso de una ausencia que no se curaba con el tiempo. La corte caminaba en silencio, los sirvientes hablaban apenas en susurros y hasta los soldados evitaban reír durante sus rondas. Todos sabían que la herida seguía abierta.
Leonard pasaba la mayor parte de sus días cumpliendo con sus deberes reales con una eficiencia mecánica, sin pausa pero sin alma. No había vuelto a sonreír. No había regresado a los salones de música, ni se había dejado ver en los banquetes. Su trono lo recibía como a una sombra del hombre que alguna vez fue, y los ancianos del consejo, que tanto temían el fuego de su carácter, ahora le temían al sile