El amanecer se alzó sin color sobre Theros. El cielo parecía una inmensa sábana de ceniza suspendida por manos invisibles, cubriendo con su sombra las torres del castillo, los campos del reino y hasta el alma de quienes despertaban con un presentimiento difícil de nombrar. Era uno de esos días en que todo lo que respira —desde los halcones reales hasta las cocineras del ala sur— siente que algo no encaja, que el mundo gira apenas unos grados más lento. A lo lejos, ni los pájaros cantaban. Las campanas no repicaron. Solo el viento, con su tono quebrado, rasgaba el aire como si arrastrara voces que ya no estaban vivas.
En una sala olvidada de la biblioteca real, protegida por capas de polvo y el olvido de generaciones, yacía un libro que nadie había reclamado como suyo. No tenía autor ni dedicatoria. Solo un título en relieve dorado, escrito con una caligrafía antigua que parecía tener pulso: Llamas de traición. Hacía días, tal vez semanas, que Lady Violeta lo había descubierto. El libr