El gran salón del castillo estaba completamente transformado. Las antorchas brillaban con una intensidad especial, el techo estaba adornado con telas blancas y doradas que caían en pliegues suaves, como si abrazaran los muros de piedra centenaria. En el centro, justo frente al altar adornado con flores silvestres y rosas imperiales, se hallaban de pie el príncipe y Lady Violeta Lancaster, ambos vestidos con atuendos dignos de la realeza, majestuosos y solemnes, sus miradas entrelazadas como si el resto del mundo no existiera.
Los nobles susurraban entre ellos, emocionados por el evento histórico: la boda real que marcaría una nueva era para el reino. Pero entre todos los presentes, una figura destacaba por su inusual silencio.
Lady Arabella Devereux estaba allí, sentada en la tercera fila de la sección reservada a la nobleza más alta. Sin embargo, algo en ella era distinto. Su rostro estaba casi por completo cubierto con un velo negro bordado, inusualmente opaco, que ocultaba incluso