El cielo tenía un tono incierto aquella mañana. Ni azul ni gris, solo una manta confusa de nubes que no se decidían a llorar ni a brillar. Emma, atrapada en el cuerpo de Lady Violeta Lancaster, se miró en el espejo del salón con ojos de quien ya no teme nada. Las pesadillas no habían cesado, pero había amanecido con una decisión firme tatuada en el pecho: si iba a morir… al menos sería feliz antes de hacerlo.
Los sirvientes se movían a su alrededor con cautela. Desde que su salud se vio comprometida, la trataban como una flor a punto de quebrarse. Pero ella no era frágil. Era fuego, era voluntad, era una mujer que venía de otro mundo… y que había comenzado a amar este con una intensidad que dolía.
Cuando Leonard entró en la habitación, vestía un abrigo de terciopelo azul oscuro. Su mirada, serena y alerta, se posó en ella como si intuyera el remolino de emociones que la envolvía.
—Violeta —dijo con suavidad—. Hoy te ves... distinta.
Emma sonrió con una dulzura que sólo nace de los que