Arabella caminaba por los fríos pasillos de mármol como una sombra. Las paredes del castillo parecían observarla, burlarse de su fracaso, susurrar con burla su caída. Las doncellas la evitaban, los sirvientes bajaban la cabeza a su paso, y aunque nadie se atrevía a hablarle directamente, todos sabían que algo dentro de ella se había quebrado.
Entró a su habitación con furia, cerrando de un portazo que resonó por todo el ala este. Su cuarto era amplio, decorado con terciopelos púrpuras y cortinas de encaje traídas desde Reindorf, pero en aquel momento le parecía una celda. Derribó con el codo una lámpara de aceite, que se estrelló contra el suelo en mil pedazos. Respiraba agitadamente, como una bestia herida.
—¡¿Cómo se atreve?! —gritó, hablando sola, con los ojos llenos de rabia—. ¡¿Cómo se atreve ese príncipe ingenuo a preferir a esa... impostora antes que a mí?!
Rasgó las cartas que él alguna vez le había enviado. Aunque no había amor en ellas, sí había promesas. Promesas de una uni