El Pabellón de Invierno respiraba quietud aquella mañana. El aire, impregnado del aroma dulce de los ciruelos en flor que se filtraba por las celosías, se mezclaba con el humo tenue del incienso de sándalo. Aisha permanecía sentada frente al espejo de bronce, sus ojos azules fijos en el reflejo que le devolvía la imagen de una mujer que aún no terminaba de reconocerse.Lián y Mei, sus fieles sirvientas, trabajaban en silencio. Lián trenzaba con destreza el cabello oscuro de Aisha, entrelazando hilos de plata y perlas que brillaban como lágrimas congeladas bajo la luz del amanecer. Mei, por su parte, aplicaba con delicadeza una pasta de polvo de oro y jazmín en sus párpados, realzando el azul profundo de sus ojos.— El octavo príncipe podría visitarla en cualquier momento, Alteza — murmuró Mei, ajustando el último broche de jade en el tocado — Debe estar impecable.Aisha no respondió. En lugar de eso, dejó que sus dedos rozaran la horquilla de plata que Ragnar le había regalado, sintie
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