El rumor se había convertido en tormenta.Las calles del Imperio, antes llenas de reverencias hacia la Sanadora, ahora ardían con gritos de traición. "¡Impostora!" "¡Maldita!" "¡Su sangre nos enferma!" Las cosechas marchitas, los pozos secos, la fiebre escarlata que mataba a los niños, todo era culpa de Aisha. Y el pueblo, hambriento y asustado, necesitaba un sacrificio.Esa noche, una multitud se agolpó frente a las puertas del palacio, antorchas en mano, rostros distorsionados por el odio y el miedo.Ragnar estaba al borde del frenesí.— No saldrás — rugió, bloqueando la puerta con su cuerpo. Las garras ya asomaban bajo sus uñas, su maldición luchando por liberarse — es una turba sedienta de sangre. Te despedazarán.Aisha, en cambio, estaba tranquila. Demasiado tranquila.— Nyrith no caminó entre los hombres con armaduras — dijo, desatando su manto. Luego, con gestos lentos, se quitó las sandalias y dejó caer su túnica exterior, quedando solo con una prenda blanca de lino, tan simpl
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