El sol entraba con pereza por los ventanales del ala este de la mansión Fernández. Los días habían cambiado. La tensión política mundial seguía su curso, pero dentro de esas paredes, Isabella intentaba, por primera vez en mucho tiempo, vivir. Isabella se despertaba después de una noche de relajación, se levantó, estiró sus brazos y caminó hacia el baño, se miró el rostro en el espejo, y sonrió. Tomó el cepillo, le puso su pasta de dientes exclusiva y se cepilló los dientes. Luego, después de cambiarse, bajó las escaleras despacio y sin hacer ruido. La cocina olía a albahaca, mantequilla y tomates frescos. Se quedó paralizada viendo a Sebastián que estaba cocinando. —¡No es así, Sebas! —rió Isabela, atrapando a Sebastián con las manos cubiertas de harina—. ¿Quién hace pasta fresca con la masa aún fría? —Soy un estratega, no un chef —replicó él con media sonrisa, pero no se apartó—. Además, me gusta verte reír. Hace días que no lo hacías así. Ella lo miró. Su bata de lino estaba
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