La mansión Fernández, con su fachada señorial iluminada por luces cálidas, había sido testigo de batallas silenciosas, reencuentros emocionales y decisiones que habían cambiado destinos. Pero esa noche, por primera vez en mucho tiempo, reinaba la calma. Isabella caminó por los amplios pasillos de mármol blanco, con un vestido sencillo en tonos crema, suelto y cómodo. Había elegido no vestirse de gala. No esa vez. Esa noche quería sentirse humana. No la heredera, ni la soldado, ni la infiltrada. Solo Isabella. En el salón principal, la larga mesa había sido decorada con velas finas, flores blancas y cristalería reluciente. Unos violines suaves sonaban de fondo, cortesía de un cuarteto en vivo que Sebastián había traído en secreto. —¿No crees que se siente… como en casa? —le susurró él, mientras se acercaba a ella por detrás y le acariciaba la espalda con suavidad. Isabela asintió. Por fin, casa. Los primeros en llegar fueron sus padres, Armando y Sienna, tomados de la mano. E
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