—Ajá… —Juan asintió con la voz hecha nudo y salió.Trabajaron en equipo toda la noche, sin parar, hasta que asomó la luz.Alejandro tenía una resistencia fuera de lo común; Luciana ya lo había comprobado aquella vez del apuñalamiento. La fiebre, al final, cedió: seguía un poco alta, pero ya no era un pico. Incluso dormido, su respiración se volvió pareja; el aire que exhalaba ya no quemaba.—Qué bien lo estás haciendo, Ale —murmuró Luciana.Con un vaso en la mano, humedecía un hisopo y dejaba caer el agua, gota a gota, en su boca. Juan, a un lado, se dio la vuelta para ocultar que se limpiaba las comisuras de los ojos.—La lealtad entre ustedes… de verdad conmueve —dijo Luciana, sincera.—Sí —Juan asintió, tieso, con los ojos enrojecidos—. Ale nunca nos trató como empleados. Para él somos hermanos.Luciana lo había visto: si no los considerara hermanos, ¿por qué se habría puesto delante de la bala por Juan?De pronto, Juan alzó la cara, las manos apretadas.—A Simón y a mí nos echaron
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