—Seguro ya preparó varios platos —murmuró Juan.
Alejandro le lanzó una mirada de pocos amigos. Pensó un segundo y se resignó.
—Escúchame bien —le dijo—: en cuanto Luciana entre con algo, te lo comes. Lo que sea. Si no te hace vomitar, te lo tragas.
Juan se quedó pasmado dos segundos.
—¿Cómo? ¿Luciana es… un peligro en la cocina?
Alejandro se aclaró la voz y lo dijo de otra manera:
—En la villa Trébol y en la Casa Guzmán, todo el servicio lo sabe: el dueño puede cocinar; la dueña, jamás. ¿Entendiste?
—Ah… —Juan abrió la boca—. O sea… ¿muy, muy… muy malo?
Alejandro soltó una risa seca.
—¿Malo? Si está cocido, te lo comes.
—Eh… sí, sí.
Sus ojos grandes brillaron con una ingenuidad espantada. Estaba asustado, y con razón.
A los pocos minutos, Luciana entró con una sola olla entre las manos.
—¡Luciana! —Juan se levantó de golpe para recibirla—. ¿Ya quedó?
—Ajá.
Juan miró detrás de ella.
—¿Hay más afuera? Yo traigo lo que falte. Tú siéntate.
—No, solo esta olla.
Juan se quedó duro.
—¿Qué pas