Me Quedé sin Nada Más que Yo Misma
En la noche de nuestro noveno aniversario de bodas, mi esposo Adrián, ese hombre que de día gobierna a la mafia y de noche gobierna mi corazón, no me regaló rosas.
En su lugar, se las dio a Lilian, su asistente personal.
Bajo la lámpara de araña bajo la cual bailamos recién casados, se giró hacia mí con esemismo encanto heladoque una vez me susurraba promesas deamor.
—Ella está embarazada —dijo, como si eso lo explicara todo—. Es muy exigente con la comida. Desde ahora, tú le prepararás las tres comidas del día. Y ni se te ocurra repetir ningún plato.
—Es muy sensible y no le gusta dormir sola. Así que recoge tus cosas y cede tu habitación.Te mudarás al cuarto de huéspedes.
El silencio llenó la habitación.
No grité. No lloré. Solo tomé mi maleta, que ya tenía preparada, y caminé hacia la puerta.
El mayordomo intentó detenerme. Adrián ni siquiera parpadeó.
—Ella volverá —dijo, agitando perezosamente su copa de vino—. En tres días, me rogará llorando.
Los invitados estallaron en carcajadas.
Apostaron, frente a mí, un millón de dólares. Apostaron que no pasaría la noche sin volver, como una perra callejera suplicando sin dignidad que Adrián me dejara entrar.
Lo que no sabían era que ya había recibido el símbolo de la familia de mi padre y que tenía reservado un vuelo.
Esta vez, me iría de verdad.