Diez Dólares, Dos Vidas
Últimamente, en la Manada Luna de Sangre no se habla de otra cosa: el Alfa, Gael Ibarra, decretó que en la Casa del Alfa nadie puede gastar más de diez dólares al día.
Sí, diez miserables dólares.
Y lo peor: esa regla absurda no vino de ninguna tradición ni consejo de ancianos, sino de su flamante “planificadora financiera”, Lía Rosales.
Yo, la Luna, por gastar apenas un dólar de más en medicina, fui arrastrada al patio y condenada a veinte latigazos.
Con apenas dos golpes, ya sentía la piel desgarrada y la falda pegada a la sangre.
Mi asistente corrió hacia mí, desesperada, llorando:
—¡Basta, por favor! ¡La Luna está delicada, no puede soportar un castigo así!
Pero Lía levantó el brazo con más saña:
—¡Veinte por un dólar de más! Eso fue lo que me prometió el Alfa. ¿Quién se atreve a desobedecer?
Me abracé el vientre, jadeando, y con la voz hecha un susurro logré decir:
—Llamen… al Alfa…
Gael llegó rodeado de su séquito. Cuando sus ojos vieron mi espalda hecha un mapa de sangre, brilló en ellos algo que parecía compasión.
—Lía, basta ya —ordenó.
Ella lo miró con lágrimas contenidas:
—Cuando me trajiste, dijiste que todos iban a obedecerme. Ni siquiera he usado la fuerza. ¿Ahora te vas a echar atrás?
Dio media vuelta, ofendida.
Gael le sostuvo el brazo y murmuró con cansancio:
—Está bien… yo no me meto. No te desgastes. Que sigan los guardias.
El cuero siguió azotando mi carne hasta abrirla en carne viva. Un calor tibio se desbordó entre mis piernas y, sin entender por qué, solté una risa quebrada que me llenó los ojos de lágrimas.
Al día siguiente, cuando por fin Gael se acordó de mí y mandó llamar a la sanadora, encontró a mi asistente destrozada, abrazada a mi cadáver.
—Luna… ¿cómo pudiste irte así? —sollozaba—. Dos vidas… dos vidas…