La mañana siguiente a la propuesta, la mansión Fernández amaneció distinta. No porque hubiera cambiado en sus muros o en sus jardines, sino por la vibración en el aire: un rumor de alegría que se respiraba en cada rincón. La noticia del compromiso de Isabella y Sebastián ya había recorrido los pasillos de la casa como un secreto imposible de guardar.
El sol entraba por los ventanales del comedor cuando Isabella bajó, aun con el anillo en la mano, brillante bajo los primeros rayos. Llevaba un vestido sencillo de lino blanco y el cabello suelto. Su rostro irradiaba serenidad, pero también un leve nerviosismo. Allí la esperaba Sienna, con una taza de café caliente y una sonrisa de madre que lo decía todo.
—¿Dormiste bien? —preguntó Sienna, extendiéndole la taza.
—No mucho —confesó Isabella, riendo suavemente—. Todavía siento que todo fue un sueño.
—No lo fue. —Sienna tomó su mano y acarició el anillo—. Es real. Y es hermoso verte sonreír de esa manera.
En ese instante entraron Elías