La mansión que Adam y la familia Montero habían regalado a Isabella como presente de bodas parecía brillar bajo la luz de la tarde. Cada rincón de aquel hogar reflejaba elegancia y calidez, pero lo más especial estaba en el segundo piso: el cuarto de los bebés.
Las paredes, pintadas en un tono crema suave, estaban decoradas con delicadas ilustraciones de estrellas y nubes. Unas cunas blancas con encajes grises y detalles dorados descansaban en el centro, aunque nadie imaginaba que pronto sería ocupada, Isabella. Con su vientre abultado por los siete meses de embarazo, pasaba su mano por la superficie pulida de la cuna, sonriendo con ternura.
—Mira, Sebastián —dijo ella con voz dulce mientras acariciaba la cuna—, creo que ya casi está todo listo. Falta colgar esas pequeñas cortinas de encaje y el móvil de estrellas.
Sebastián, siempre atento, estaba colocando un cuadro en la pared. La figura de un árbol genealógico familiar, un regalo de la abuela Susana Montero, que quería que su n