La luz cálida del atardecer se filtraba por los ventanales amplios del refugio, bañando la sala común con un resplandor dorado. Afuera, los niños reían, corriendo entre los senderos de grava, mientras Rayan los perseguía con una pistola de agua, fingiendo ser un espía en misión secreta. Karina, desde una manta tendida en el césped, le lanzaba palomitas y advertencias:
—¡Si los mojas de nuevo, hoy duermes con los conejos!
Vanessa y Fabio preparaban limonada natural en la cocina rústica, mientras Darío ayudaba a Isaac a organizar provisiones en el almacén. Había risas. Había armonía. Y por primera vez en mucho tiempo… no había miedo.
Isabella observaba desde una banca, con una taza de té entre las manos. Su mirada se perdía entre los árboles que bordeaban la colina. No era tristeza lo que cargaba, era algo más denso, más profundo: un eco persistente de todo lo que habían vivido. De todo lo que aún no sabían si habían superado del todo.
Sebastián se acercó en silencio, con un pequeño