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LOS RASTROS DE LA OSCURIDAD

Los meses pasaron y desde aquella noche, la vida de Becca se convirtió en una sombra de lo que alguna vez fue. Sus ilusiones se desvanecieron como el humo de un incendio extinguido, dejando tras de sí solo cenizas de lo que había soñado. Cada vez que se miraba al espejo, veía a una extraña, una versión rota de sí misma que le provocaba asco y rechazo.

Y como si no fuera suficiente el terror que vivía noche tras noche, tiempo después se enteró de su embarazo. En los primeros meses, Becca luchó desesperadamente por deshacerse de la criatura que crecía en su interior. No quería recordar, no quería sentir. Su madre la apoyó intentando protegerla de su propio dolor, pero aquella diminuta vida se aferró al mundo con una tenacidad cruel. No importaba cuánto lo deseara, ese ser se negaba a desaparecer.

Pero todo cambió cuando ella tuvo a su hija en sus brazos.

—Muy bien, señorita Baker, aquí está su pequeña —la voz del doctor era suave.

Becca tembló al sentir el peso cálido sobre su pecho. Con el corazón martillando en su interior, bajó la vista y la vio. Tan frágil y pequeña, era real. Sus labios se entreabrieron en un sollozo incontenible y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Mi niña… ¿De verdad eres tú? —susurró con voz quebrada, abrazándola con una desesperación que la dejó sin aliento—. Perdóname… por favor, perdóname…

Las palabras se ahogaban en su garganta mientras besaba la diminuta frente de su hija una y otra vez. Un juramento se grabó en su alma en ese instante. A partir de ese día, la protegería con su propia vida si era necesario.

—Es momento de llevarla —la voz de la enfermera irrumpió en la burbuja que las rodeaba.

Becca levantó el rostro, el pánico asomando en sus ojos enrojecidos.

—¿Por qué? ¿Qué tiene mi hija? ¡No me la arrebaten!

—Tranquila, solo vamos a hacerle algunos exámenes de rutina. Está sana y fuerte. Enseguida volverá con usted.

A pesar de las palabras tranquilizadoras, verla desaparecer en brazos de la enfermera fue como perderla por segunda vez.

Cuando la pasaron a la sala de recuperación, su madre, Samantha, llegó a su lado y tomó sus manos con firmeza.

—Mi niña, ¿cómo te sientes? ¿Dónde está mi nieta? —preguntó con ternura.

Becca dejó escapar un suspiro tembloroso, la culpa y el miedo todavía aferrados a su pecho.

—Mamá… tengo miedo. ¿Y si no puedo con esto? ¿Y si ella me odia? ¡Fui una imbécil! ¿Cómo pude ser tan cruel con mi propia hija?

Samantha le acarició el cabello con paciencia infinita.

—Escúchame bien, amor. Lo que pasó no fue tu culpa. No dejes que el pasado te robe lo que el futuro te ofrece. No tengas miedo, yo estaré aquí. Siempre.

En ese momento, Becca sintió algo cambiar dentro de ella. Un renacer. Un propósito. La mirada de su hija había encendido una chispa que no permitiría que se apagara. No importaba lo que tuviera que enfrentar, sería la mejor madre. Viviría por ella.

Horas después, cuando finalmente le devolvieron a su bebé, Becca no pudo apartar la vista de su pequeña. Observó sus deditos diminutos, su piel suave y sus ojos cerrados en un sueño plácido. En ese instante, supo que había nacido para protegerla.

Pero el pasado no se borra tan fácilmente. Mientras una nueva aurora teñía la ciudad con su luz fría e indiferente, en otro rincón sombrío, Lucian y Baltazar se hundían más y más en su miseria.

—Tenemos que buscarla —gruñó Baltazar, su voz áspera mientras inclinaba la botella y dejaba que el alcohol quemara su garganta.

Lucian, con la mirada perdida, negó con la cabeza.

—No podemos hacerlo… Aldo nos matará.

Baltazar dejó escapar una risa amarga

—Ya estamos muertos, ¿acaso no lo ves?

El silencio se hizo pesado entre ellos, roto solo por el tintineo del vidrio cuando Baltazar dejó la botella sobre la mesa. Afuera, la noche se arrastraba lenta, cómplice de secretos.

—Date cuenta de todo lo que hemos provocado, Asher, resultó herido, el hermano de esa chica está en la cárcel. El único que salió ganando fue le imbécil de Aldo, solo míralo, se casó con Olivia. La pobre tonta no sabe el monstruo que tiene por esposo.

—Y nunca lo sabrá —aseguro Lucian—. Prefiero vivir como un cobarde, a enfrentar la furia de Aldo.

Baltazar dejó de insistir, él sabía que debía hacer algo, así que salió del apartamento de Lucian, condujo hacia el suyo, buscó entre sus ropas y en ellas encontró el pedazo de vidrio con el cual Aldo los había atacado. Esa noche, sin que él se diera cuenta, lo tomó y lo guardó.

—Tengo que entregárselo a Asher, sé que de alguna forma él logrará que ese maldito pague.

Se sentó a la mesa, sacó una libreta y comenzó a escribir su declaración. Cada palabra era un clavo en el ataúd de su propia culpa. Pero su arrepentimiento llegaba tarde.

***

España, casa de Camelia y Asher.

—¡No! ¡Dios, no! —Camelia entró en pánico al ver el cuerpo de Asher desplomado en el suelo. La sangre se deslizaba en hilos oscuros, formando un charco bajo él.

—Mi amor, ¿por qué me haces esto? —sollozó, arrodillándose a su lado, sus manos temblorosas buscando una señal de vida.

Asher la miró con una sonrisa amarga.

—Ya no hay nada que hacer… El corte fue profundo. Así es como debe ser —susurró con voz ahogada. Para él, la deuda que creía tener solo podía pagarse con sangre.

—¡No voy a dejarte morir! —gritó Camelia, con los dedos cubiertos de rojo mientras llamaba a una ambulancia. Pero Asher ya se estaba desvaneciendo, su visión nublándose mientras una sensación de paz lo embargaba.

La sirena de la ambulancia cortó la noche, acercándose a toda velocidad. Camelia no dejó de presionar la herida, negándose a aceptar que podría perderlo. Pero, en lo profundo de su corazón, sabía que Asher ya se había rendido.

La puerta del departamento se abrió de golpe. Varios paramédicos entraron y se apresuraron hacia Asher, evaluándolo rápidamente. Camelia, cubierta de sangre, sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.

Uno de los paramédicos miró a su compañero con urgencia.

—Tiene pulso, pero es muy débil. ¡Tenemos que movernos!

Camelia los siguió de inmediato, sin importar que sus piernas amenazaran con fallarle. Asher había intentado escapar de su tormento, pero ella no iba a dejarlo marchar tan fácilmente. No sin luchar por él.

Dos horas más tarde, Camelia entró en la habitación de Asher, encontrándolo sumido en un mar de lágrimas.

—¡¿Por qué me salvaste?! —rugió Asher al verla, su voz desgarrada por el dolor—. ¡No merezco vivir!

—Mi amor, no digas eso —suplicó Camelia, acercándose a él con pasos firmes—. Sé que eres inocente. Mi corazón de madre no puede estar equivocado.

—¡¿Inocente?! —Asher soltó una risa amarga—. Estaba tan drogado que no recuerdo nada. Todos los testimonios me señalan a mí. ¡Yo la dañé!

—¡No! —exclamó Camelia, negándose a aceptarlo—. Estoy segura de que todos mintieron. Desde siempre supe que esos amigos tuyos no eran de fiar. ¿Quién te dio esas porquerías Asher? ¿Fue Lucian? ¿Baltazar?

—Esos bastardos me ayudaron a controlarme —admitió Asher, su voz apenas un susurro—. Sin ellos, yo…

—¡Basta! —interrumpió Camelia, su voz resonando en la habitación—. Dejaremos atrás todo lo que pasó en Florida. Te traje aquí para empezar de nuevo

Asher rio con desdén.

—Como si eso fuera posible… Déjame solo. Y escúchame bien, mamá: no importa lo que hagas. No importa cuántas veces intentes salvarme. Cada vez que tenga la oportunidad de acabar con mi vida… lo haré.

—Entonces tendré que convertirme en tu sombra —susurró con voz temblorosa—. Porque cada vez que intentes caer, estaré ahí para sostenerte. No voy a perderte.

Asher no respondió, le dio la espalda a su madre. Por más que ella quisiera borrar la angustia y los demonios que lo consumían, nada cambiaría.

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