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Capítulo 5: La entrevista

Camila

El GPS indicó «Giré a la izquierda en doscientos metros». Así lo hice y el edificio de cuatro pisos y ladrillos rojos donde funcionaba la revista apareció frente a mí. La urgencia por llegar a tiempo hizo que olvidara mis nervios, pero ahora que me estacionaba estos volvían y hacían estragos.  

Me miré en el espejo retrovisor y verifiqué mi maquillaje y mi cabello. Exhalé un par de veces para tranquilizarme, tomé el bolso y salí del auto.

Libertaria era una revista de actualidad, pero con un corte rebelde que le había ganado tanto fans, como detractores. Yo era una de sus fans. Admiraba el estilo directo y valiente de la mayoría de sus artículos y lo que menos pensé fue que un día trabajaría con ellos. 

Estar ahí no solo era una segunda oportunidad, también era el sueño de la periodista en la que deseaba convertirme.

Una que, si obtenía el puesto, iría más cómoda a trabajar. Luego de varios pasos, la abertura al frente de mi vestido rojo se subió peligrosamente. Lo bajé y me acerqué a la pequeña recepción. 

—Bienvenida ¿En qué podemos ayudarla?

Un hombre con el cabello más blanco que negro me observó apreciativo. Carraspeé antes de hablar.

—Buenas tardes. Vengo a la Revista Libertaria.

—Pisos tres y cuatro. ¿A cuál se dirige?

«¿A cuál me dirigía?» ¿A dónde podían darme empleo? No le pregunté a Octavio en qué piso era la entrevista.

—Eh… Vengo a una entrevista de trabajo.

—Ah, ¿con el Señor Julián Ortega?

Julián Ortega era el nombre de mi salvador misterioso. ¿Sería posible que fuera el mismo?

No podía tener tan mala suerte.

¿Y si era el mismo hombre? El corazón empezó a latirme desbocado. Tal vez lo mejor era irme.

—¿Señorita? —El hombre me miraba, esperaba una respuesta.

También podía ser una coincidencia. No podía ser que Dios no le diera descanso a esta guerrera. Observé al portero y asentí.

 —Piso cuatro —contestó—. Por favor, coloqué sus datos por acá.

El portero me dijo que Julián Ortega era el editor en jefe de la revista. Mis nervios aumentaron, tanto porque me entrevistaría el mismísimo jefe, como por la posibilidad de que ese hombre me hubiera visto desnuda.

Caminé hasta el elevador para enfrentar mi destino y descubrir si Dios me odiaba o si estaba de mi parte. 

—Buenas tardes. —Una voz grave y conocida a mi lado me hizo voltear.

—¡Octavio! —Sonreí gratamente sorprendida.

No creí encontrármelo tan pronto. Mi amigo era el jefe de redacción de la sección de política de la revista. Era alguien brillante a quien admiraba profundamente. Era… ¿Cómo decirlo? Fan de cada uno de sus reportajes y artículos de opinión.

—Me alegra que vinieras a la entrevista.

—Gracias. Esta es una oportunidad de ensueño, espero no arruinarla.

—No sé cómo harías eso. —Sus ojos oscuros se detuvieron en los míos, el tono de su voz se volvió más bajo—. Eres grandiosa.

En ese momento, las puertas de acero del elevador se abrieron y ambos entramos. Adentro charlamos un rato más y la plática contribuyó a que mis nervios disminuyeran.

Cuando el ascensor volvió a abrirse, salimos y Octavio se despidió con una sonrisa.

—Suerte. Te llamo luego para saber cómo te fue.

Yo le correspondí la sonrisa y cuando él se alejó por el pasillo, volví a mi realidad estresante. 

Tomé aire para tranquilizarme. Caminé hasta el mostrador de vidrio y madera de cedro. Una mujer de cabello oscuro de unos cuarenta años que se encontraba detrás, subió el rostro y me miró de pies a cabeza por encima de sus gafas cuadradas de pasta negra.

Lo que me rodeaba era una decoración minimalista y sobria en tonos neutros, incluso la recepcionista, vestida de gris y blanco, parecía estar acorde con el espíritu del lugar: seria y profesional.

«¿Por qué le hice caso a Charlotte?»

Desentonaba en medio de tanta sobriedad. Me sentía como una cereza en una sopa de frijoles.

 «Hora de arrasar, bebé» La voz de mi amiga resonó en mi mente.

—¿Entrevista con el señor Julián Ortega? —preguntó sin abandonar la expresión de estar a punto de ahogarse con la cereza en su sopa.

—Buenas tardes. —Intenté que la sonrisa no vacilara—. Así es.

—La oficina que está al frente. La entrevista ya comenzó. —La mujer señaló unas sillas de acero y asientos acolchados forrados de piel frente a una oficina de paredes de vidrio—. Usted es la última.

—Gracias —le respondí con la sonrisa tensa en los labios.

Mientras caminaba el largo trayecto hacia las sillas, los tacones negros resonaban en el suelo de porcelanato. Algunas cabezas giraron hacia mí, deteniéndose más de la cuenta en mi figura embutida en el extravagante vestido rojo. 

Quería que la tierra me tragara y me regurgitara vestida con un pantalón negro y una camisa blanca de seda. 

La puerta de cristal se abrió y una mujer joven con falda negra y blusa azul cielo salió con aire de suficiencia y una pequeña sonrisa en los labios. 

No había nadie más esperando, asumí que era la siguiente, así que entré.

Julián Ortega, editor en jefe de la Revista Libertaria, estaba de pie frente a su escritorio de acero con remates de cuero y de espaldas a la puerta. Revisaba algunos documentos, supuse que eran las hojas de vida de mis predecesores o la mía.

Abandonó los papeles que examinaba y se volteó hacia mí. Alto, delgado y vestido con una pulcra camisa blanca perfectamente planchada y pantalones negros. Todo él emanaba una fría aura profesional. Sus ojos eran oscuros como pozos de alquitrán. Su rostro no mostraba expresión alguna más allá de la seriedad.

¿Sería este Julián Ortega el mismo del hotel?

No daba señales de reconocerme. Dios  estaba de mi lado. Debía ser una coincidencia la similitud de los nombres. 

Él señaló la silla con una mano.

—Señorita Camila Rivas, adelante.

Sus ojos volvieron a los documentos sobre el escritorio, su voz grave me intimidó de inmediato. Me sentía como una adolescente a punto de ser reprendida por el director del colegio. 

Julián 

Cuando vi la hoja de vida de la tercera aspirante quedé en shock. Era ella, la chica ebria que la noche anterior me había vomitado y la cual pensé que nunca más volvería a ver. 

Definitivamente, debía estar pagando algún tipo de karma o era objeto de alguna brujería.

Y no solo ese era el problema, sino que Octavio Mendoza, uno de los socios mayoritarios de la revista, insistía en que la contratara. ¿Cómo iba a darle el cargo de mi asistente a una mujer que se ponía en peligro al emborracharse en un bar?

Era inadmisible, por más hermosa que fuera.

La invité a sentarse y me giré de inmediato. Cuando volví a verla, el vestido rojo que usaba se había subido, tenía una abertura peligrosa. Ella lo bajó. 

¿Cómo se le ocurría venir con ese vestido a una entrevista de trabajo? Cuando la rescaté de esos hombres en el bar me pareció indefensa. Sentí ternura al dejarla dormida y cubierta por la colcha en esa cama de hotel. Pero ahora, al verla luciendo así, me preguntaba qué clase de mujer era ella.

—¿Está cómoda? —pregunté sin mirarla, disimulando lo mejor que pude la sorpresa que su presencia me ocasionaba.

Ella se aclaró la garganta antes de hablar.

—La verdad hubiese preferido otro atuendo —dijo con una sonrisa llena de timidez.

—Si no era lo que quería, ¿por qué se lo puso? 

—A veces se nos presenta una oportunidad y debemos hacer todo por no dejarla ir.

Levanté el rostro y la observé perplejo. ¿Acaso se había vestido así intencionalmente para seducirme y de esa forma conseguir el puesto? 

Si era una arribista no le daría el puesto por más que Octavio lo quisiera. Aparté la mirada de ella y la fijé en las carpetas. 

—Disculpe, no debí  decir eso —Una pequeña sonrisa apareció en sus labios. ¿Cómo era posible que despertara en mí ternura y rechazo al mismo tiempo?—. Es que estoy muy nerviosa. 

—No suelo valorar a mis empleados por su atuendo o su aspecto físico, señorita, sino por su preparación. —Tenía que mantenerme firme. 

Ella se enderezó en el asiento y apretó el bolso que traía contra su regazo.

«Miau, tengo hambre» chilló su bolso. Yo la miré desconcertado.

Camila cerró los ojos. Tragó. Las mejillas se le tiñeron de carmín. Lucía abochornada… y adorable.

Fruncí el ceño. ¿Qué clase de pensamiento era ese? No era adorable. Ella era irresponsable, vanidosa, una trepadora. Y además parecía tomarse muy a la ligera este trabajo. 

—¿Eso fue…? —pregunté.

Ella abrió los ojos, me miró y sonrió completamente roja, como el vestido que traía. 

—El Señor Rufo —dijo. Fruncí el ceño sin entender—. Disculpe, es un juguete de mi hija. 

Tenía una hija.

Recordé que la noche anterior no dejaba de nombrar al tal Emilio, el cual debía ser el marido.

Se emborrachaba teniendo hija y marido. 

¡Dios! Jamás le daría el cargo.  

—Así que tiene una hija. —Rodeé el escritorio y me senté. Volví a clavar los ojos en ella, quien se removió nerviosa. Eso me gustó, que supiera que no me agradaba. En mí no surtiría efecto su sonrisita, ni su figura provocadora en ese vestido rojo. Mucho menos esa mirada dulce de mujer desamparada—. ¿Eso afectará su disponibilidad y desempeño?

—No —contestó de inmediato—. Tengo apoyo y muchas ganas de trabajar. En realidad, no usé este vestido para impresionarlo, es solo que… No tenía otra cosa que ponerme y deseaba venir a esta entrevista. Necesito el empleo. Estar aquí es… como un sueño.

Habló muy rápido y sin mirarme. Estaba avergonzada. Inesperadamente, sentí una punzada de remordimiento. Dijo que necesitaba el empleo. Recordé que había llorado mientras me preguntaba si la amaba, creyendo que yo era Emilio. 

—Así que un sueño, ¿eh? —Rápidamente leí su hoja de vida—. Sin embargo, hace cinco años que se graduó y nunca ha ejercido.

—Siempre se puede empezar de nuevo.

—¿Empezar de nuevo? Pero si ni siquiera ha comenzado. No tiene experiencia. ¿Por qué quiere este empleo, Camila?

Ella Inhaló profundo. Volvió a apretar el bolso y el juguete maulló.

—Se pueden vivir muchas vidas en una vida, señor Ortega. Yo estoy dejando atrás mi antigua vida. Quiero retomar mi sueño, el de un día hacer reportajes cargados de valentía y honestidad en cada frase, como los de Libertaria. Antes lograrlo era casi imposible, pero nadie sabe lo que le depara el destino. —Sonrió con tristeza y esa punzada molesta volvió a hincar mi pecho. La voz de Camila se quebró. Tuve la impresión de que lloraría, sin embargo, no lo hizo. Parpadeó un par de veces y continuó hablando—: Estoy aquí, con este vestido que desentona totalmente y el muñeco de mi hija que no deja de maullar en mi bolso, porque estoy convencida de que todos merecemos una segunda oportunidad.

Camila tenía un efecto curioso en mí. Por un lado, me disgustaba y por el otro me conmovía. 

Lo mismo que parecía una arribista con ese atuendo, me mostraba un lado maternal, vulnerable y resiliente. ¿Quién era en realidad? ¿Ángel o demonio? ¿Qué debía esperar de ella? 

Ladeé la cabeza, junté los dedos de ambas manos por delante de mi rostro y la observé.

—Así que persigue su sueño, Señora Rivas.

—Creo que todos debemos hacerlo. —Sonrisa cálida, voz suave, mirada dulce.

No caería. Endurecí el gesto y la miré con frialdad.

—Pues alguien importante la apoya en la consecución de ese «sueño», Camila. ¿Y sabe qué odio? A las personas que se valen de sus influencias para lograr sus «sueños». Me gustan las que luchan por sí mismas y que logran triunfar gracias a sus capacidades y no escalando debido a sus influencias. 

Camila palideció, la sonrisa vaciló en su rostro, bajó la mirada. 

—Pero yo tengo capacidades, señor —dijo y sus ojos entre verdes y miel me miraron decididos—. Me gradué con honores, y estoy luchando por este puesto.

—No tiene ninguna experiencia, señora Rivas.

—La experiencia es algo que se aprende. Daré mi mejor esfuerzo. Quiero proponerle un trato, señor Ortega —dijo ella.

La observé curioso, su rostro se volvió más determinado. ¿Qué era lo que tenía en mente esta extraña mujer?

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