Aitana bajó la cabeza; ni siquiera levantó los párpados.
—¿No que Mía se iba a mudar aquí? —dijo sin tono—. Estoy guardando cosas para que no se sienta incómoda cuando las vea.
Dylan le sujetó la muñeca y, con ese impulso, la atrajo contra su pecho.
—¿Sigues enojada conmigo?
—No.
—Aitana, no sabes mentir.
Le tomó la barbilla y la alzó, obligándola a mirarlo.
—Te lo he dicho mil veces: solo le estoy siguiendo la corriente. Si de verdad quisiera casarme con ella, la habría traído de vuelta hace cuatro años.
Aitana sostuvo su mirada y, de pronto, sonrió.
—Dylan —murmuró, claro, firme—. Tú sabes muy bien con quién sí te quieres casar.
El celular sonó a todo volumen y le tragó la voz. Dylan miró la pantalla y contestó de inmediato. Tras dos frases cortas, soltó:
—Es de la empresa.
Y salió casi corriendo.
Aitana lo vio alejarse. “Da lo mismo si hablamos hoy o nunca.” “Hay amores como los dulces caducos: por fuera se ven perfectos, por dentro ya están echados a perder.” “Y si te los tragas, solo te dejan la boca amarga.”
No había pasado mucho cuando le vibró el WhatsApp. Era Mía.
La foto mostraba a Dylan de rodillas, con las manos firmes sujetándole el tobillo. Le anudaba una pulsera roja.
Aitana recordó la tarde de la kermés del barrio. Ella había comprado dos listones rojos contra el mal de ojo; él, tres pasos atrás, miró el reloj con fastidio.
—¿De veras crees en esas supersticiones?
Entonces llegaron los textos de Mía, uno tras otro:
“Apenas dije que me sentía rara y Dylan se fue a la Basílica a pedir la pulsera más milagrosa para mí. ¿Alguna vez hizo eso por ti? Aitana, despierta: Dylan nunca te amó.”
Aitana apretó el teléfono hasta que le crujieron los dedos. La luz fría de la pantalla le congeló la última hebra de calor en los ojos.
“Es cierto. Dylan nunca me amó. Y de ahora en adelante, no voy a pedirle amor.”
***
Los dos días siguientes, Dylan no volvió a casa. Al tercero, Aitana lo vio en la ceremonia de despedida de Mía. Él vestía un traje negro impecable, empujando la silla de ruedas entre la gente.
Mía iba sentada con una manta sobre las piernas, delicada como una flor que se deshace con el aire. Apenas alzó la cabeza y Dylan ya se había inclinado hacia ella.
—¿Dónde te duele? ¿Quieres que llamemos al doctor?
Aitana curvó la boca en una media sonrisa que sabía a hierro. Decía que estaba actuando, sí. Pero la forma en que la miraba era la misma de hace cuatro años.
La ceremonia comenzó. Manuel anunció la enfermedad con la voz hecha trizas:
—Mi hija ha tenido mala suerte y buena suerte. Su vida tal vez sea corta, pero ha estado rodeada de familia y de un amor que no la suelta…
Se encendió la pantalla gigante. Pasaron, una a una, fotos de Mía desde niña: su primer cumpleaños con piñata, los diez años al piano con su papá guiándole las manos, los dieciocho en la graduación, abrazados todos, radiantes.
En cada imagen, Aitana aparecía a un lado, desenfocada, como quien sostiene la luz para un retrato que no es el suyo. “Fui el telón de fondo de una felicidad que nunca me tocó.”
La secuencia cambió: ahora era Mía con Dylan. Él con un ramo cuando ella ganó un concurso; él posando mudo mientras ella pintaba; él abrazándola con los ojos húmedos en esa boda que no debía existir. De los uniformes escolares a los trajes hechos a la medida, los años pasaban, y la mirada de él no cambiaba.
Cuando el auditorio estaba ya al borde del llanto, la pantalla parpadeó. De golpe, negro. Y, encima, letras rojas, chorreando como pintura fresca:
“MÍA RAMOS, MALDITA, DEBERÍAS ARDER EN EL INFIERNO.”
“ME ROBASTE AL ESPOSO; IGUAL QUE TU MADRE, PURA LADRONA DE MARIDOS.”
“QUE NI MUERTA ENCUENTRES DESCANSO.”
El aire se volvió piedra por dos segundos.
Luego, el salón estalló en gritos, murmullos, celulares levantados, sillas arrastrándose.