Todas las miradas, sin decirlo, se clavaron en Aitana. Ella se quedó inmóvil, sin entender todavía qué había pasado, cuando a lo lejos estalló el grito de Clara.
—¡Mía!
Mía se había desmayado del susto.
La cara de Dylan se cerró; se agachó, la cargó en brazos y salió a zancadas rumbo a la enfermería del salón.
Aitana siguió en blanco hasta que una cachetada seca le estalló en la mejilla y la regresó a la realidad.
—¡¿Cómo pude criar a alguien como tú?! —Manuel la miró con los ojos inyectados, la vena de la sien palpitando—. ¡Tu hermana está hecha polvo y tú te atreves a maldecirla!
Aitana retrocedió tambaleando y, sin querer, tumbó la torre de copas de champaña. El vino se desparramó; el cristal estalló contra el piso.
Cayó sentada entre astillas, aguantándose el dolor, y alcanzó a decir:
—No fui yo.
—¡Cállate! —tronó Manuel—. Siempre te ha molestado que la tratemos bien. ¡Y es una mujer que se está muriendo! ¿No te queda ni una gota de compasión?
Alzó la mano y ordenó, sin mirarla:
—¡Alguien, enciérrela!
***
Aitana fue arrojada a un cuartito sin ventanas. Desde niña le temía a la oscuridad; la claustrofobia le apretaba el pecho.
Apenas cerraron la puerta, el aire se le cortó. La negrura la cubrió como marea.
Golpeó con los puños hasta abrirse la piel; las manos, enrojecidas, dejaron marcas en la madera.
—¡Abran! ¡Por favor, sáquenme de aquí!
Silencio. Nada afuera.
Perdió fuerza de a poco y se dejó caer al suelo. La respiración se le volvió corta, y los bordes del mundo empezaron a oscurecerse.
No supo cuánto tiempo pasó.
Cuando estaba a punto de desvanecerse, la puerta por fin se abrió. Aitana se arrastró hacia la salida. Y, en ese mismo segundo...
¡Zas!
Una cubetada de líquido espeso, con el olor metálico del hierro, le cayó encima.
Luego vino la segunda. La tercera. La cuarta.
Aitana tosió hasta casi asfixiarse. Entre la vista borrosa alcanzó a distinguir una silueta familiar en el umbral.
Dylan.
Él permanecía donde la luz se encontraba con la sombra, mirando impasible cómo los demás vaciaban las cubetas sobre ella. No dijo alto. No dijo basta.
Cuando cayó la última, Dylan se acercó despacio. Se inclinó y le limpió la mejilla con un pañuelo de seda. Su voz salió helada.
—Mía despertó. No te culpa por lo de las maldiciones. Hasta pidió por ti: dice que estás embrujada, no que seas mala.
Señaló el piso, goteando.
—Esto es sangre de gallo negro. La mandé traer para una limpia. Dicen que rompe maleficios. Pero tiene que surtir si te quedas aquí tres días y tres noches.
El pánico le cruzó los ojos a Aitana. Se aferró a la muñeca de él.
—Esos mensajes no fueron míos. Créeme…
—Aitana. —Dylan le abrió los dedos uno por uno, despacio, cruel—. Quien la hace, la paga. Eso lo entiende hasta un niño.
Sintiendo cómo el calor de la piel se le escapaba, Aitana movió los labios. Lo que le salió fue un ruego apenas audible.
—Por favor… no me dejes aquí. Le tengo miedo a la oscuridad…
—¿Y Mía? —Dylan la miró sin pestañear—. Cuando la maldijiste, ¿pensaste si ella también tiene miedo?
Aitana se nubló. Recordó aquella noche de tormenta, cuando se fue la luz en casa y ella se acurrucó, temblando, en una esquina. Fue Dylan quien encendió docenas de velas, la apretó contra su pecho y le susurró: “No tengas miedo. Estoy aquí.”
Y ahora, el mismo hombre la empujaba al fondo del pozo.
De pronto, un desgarro le atravesó el vientre. Se dobló; sintió una tibieza correrle entre las piernas.
“No. Mi bebé. No, por favor.”
Aterrada, se agarró al pantalón de Dylan.
—Me duele… Me duele mucho… Creo que estoy abortando. Llévame al hospital, por favor…
Él se detuvo un segundo. Frunció el ceño.
—Ni siquiera estás embarazada. ¿Cómo vas a abortar?
—Es verdad —jadeó ella—. Estoy esperando un hijo tuyo.
—Ya basta. —Su incredulidad fue un portazo—. Regreso en tres días.
Se dio la vuelta y se fue.
Aitana soltó un quejido animal; clavó las uñas en el piso. No pudo detener la silueta que se alejaba.
Los dedos se le cerraron en el aire y cayeron inertes.
Se derrumbó en el charco, empapada en ese rojo que no era suyo. Antes de que la conciencia se apagara, se le formó una sonrisa desgarrada en los labios.
“Dylan…Esta vez sí te vi como eres.”