El sonido no fue un estallido, sino un **vacío**. Un hundimiento de toda frecuencia sonora y electromagnética en un radio perfecto. En la sala de control, las pantallas se apagaron no con un parpadeo, sino como velas sopladas de golpe. Las luces LED de los equipos de Kronos murieron. Las armas de pulso de los guardias cayeron inertes, sus circuitos fritos. La tableta de la mujer se volvió un trozo de cristal y metal muerto en sus manos.
Y Samuel se desplomó como un muñeco de trapo, el brillo azulado extinguiéndose de su piel, dejando una palidez cadavérica. No respiraba.
Gabriel llegó a la guía en ese momento, el corazón golpeándole la garganta. Vio la escena congelada: los técnicos y guardias aturdidos, frotándose los oídos o los ojos, desorientados por el pulso y la oscuridad repentina. Y en el centro, a Samuel.
—¡No! —El grito le desgarró el pecho. Se abalanzó, esquivando a un guardia que intentaba cogerlo torpemente, y cayó de rodillas junto al cuerpo inerte de su hermano. Sus man