El silencio de la nueva oficina de Olivia aún sonaba a eco. No era el silencio vacío de antes, sino uno cargado, pesado como un mantel de plomo. Desde el piso 40 de la torre corporativa de Hale Enterprises, la ciudad se extendía como un circuito impreso de luces bajo un cielo ambarino de madrugada. Pero la vista ya no inspiraba conquista, sino una vigilancia constante. La paz que habían forjado en la nursery de Eliana, acunada por las notas del cello del Sr. Davies, era una burbuja de cristal. Y aquí, en el corazón de la bestia corporativa, Olivia sentía cada latido de esa burbuja, vulnerable y precioso.
Lion entró sin hacer ruido. Traía dos tazas de café, pero su rostro no tenía la serenidad del hombre que había aprendido a mecer a su hija hasta el amanecer. Sus ojos, de un azul acerado, tenían la misma opacidad que el día que conocieron la verdad sobre Silas. Llevaba una carpeta manila, gruesa y anodina, que descansó sobre el escritorio de Olivia como si contuviera plutonio.
—Es el