Me monto en la parte trasera de su auto; ellos no dejan de mirarme por el espejo retrovisor, pero los dejo. Tienen que conocerme bien. Llegamos y camino con paso seguro hacia el interior de la casa. ¡Vamos, Lilian, empezó la función, eres la refinada señora Minetti, dueña de esta mansión, ji, ji, ji! Me he puesto unos tacones gruesos que me permiten caminar mejor y no tan altos. Los sirvientes me miran; uno de ellos se me acerca.
—Buenos días, señora. ¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta con amabilidad. —Sí, ¿dígame dónde se encuentra mi esposo en estos momentos? —pregunto con voz firme que hasta yo misma me asombro. —¿Su esposo? —Pero antes de que él conteste, el señor Minetti se me acerca sonriendo. —Al fin llegas, querida —y me planta un beso en la boca que me estremece completa