Capítulo 3

Siete meses después

Olivia yacía en la cama aún pegada al mundo por el cansancio; el sudor frío en la frente, el cuerpo flácido y vibrante a la vez por la fuerza que había gastado. A su lado, envueltas en mantitas, dos bocas diminutas exigían el alimento y la cercanía. El primer llanto había sido una descarga que la dejó sin aliento; ahora, con los ojos a medio abrir, Olivia apenas distinguía las formas entre la luz pálida del cuarto.

Sostenerlos por primera vez había sido algo que la atravesó hasta lo más hondo: una mezcla de dolor, alivio y un amor tan inmediato que le llenó el pecho de una ternura desconocida. Los sostuvo con cuidado, llevando una de las cabecitas contra su clavícula, sintiendo el calorcito del recién nacido, ese olor a vida nueva que le punzó el corazón y le dio fuerzas para sonreír, aunque su cuerpo protestara. Cada respiración la dejaba más débil, pero esa debilidad le parecía heroica; aquellos dos pequeños eran su razón.

El silencio del apartamento fue quebrado por un ruido seco: la puerta que se abría con determinación. La partera se incorporó, algo inquieta. Olivia, aún débil, entreabrió los ojos. Cuando la figura de Maia apareció en el umbral, impecable como siempre, la sangre se le heló. Esa entrada —la manera en que atravesaba el umbral como quien reclama territorio— le devolvió de golpe toda la alerta que había logrado aplacar con el parto.

Maia cruzó la habitación con pasos lentos, mirada calculadora. No había sorpresa en su rostro; había triunfo contenido. Olivia intentó incorporarse, el esfuerzo le dolió como un fuego, pero sostuvo a los bebés protegiéndolos con el cuerpo como si fuera una coraza.

—Olivia —dijo Maia, con una voz afilada y condescendiente—. Así que aquí es donde te escondías, hermanita.

La partera, incómoda, bajó los ojos. Maia, sin vacilar, sacó un fajo de billetes y lo puso sobre la mesa junto a la botella de agua. La mujer tragó saliva, la mirada dividida entre el dinero y la petición muda de Olivia.

—Excelente trabajo —Le dijo Maia—. Ya te puedes ir.

La partera tomó el dinero sin remordimiento y salió, dejando a Olivia sola con Maia.

Antes de que Olivia pudiera protestar, Maia fue directa: extendió las manos y, como una predadora, tomó de los brazos de Olivia a los recién nacidos. El llanto se elevó en una nota aguda que rompió la habitación. Olivia intentó reaccionar, se impulsó, pero el cuerpo le negó la fuerza; apenas pudo aferrar el borde de la sábana.

—¡Devuélvelos! —gimió, con la voz rota—. ¡Son míos!

Maia la miró con desprecio puro y, apretando a los bebés contra su pecho como si fueran trofeos, sonrió con frialdad. —Te estoy haciendo un favor —dijo—. Con tu vida, acabarías con ellos. Yo los cuidaré… a mi manera.

La ira y el pánico se arremolinaron en Olivia como una tormenta interna. Un débil hilo de claridad le recordaba que no podía permitirse desfallecer. Con un último esfuerzo desesperado tiró de la manga de Maia. Fue un momento brusco y fugaz: Maia la apartó de un empujón y, rozándole el oído con los labios, susurró algo que heló la sangre de su hermana:

—No llores por ellos. Llora por lo que te haré. Te quemaré hasta morir.

Antes de que Olivia pudiera reaccionar, Maia sacó de su bolso un encendedor y un frasquito con líquido inflamable.

—¡No! —gritó Olivia con todas sus fuerzas, intentando incorporarse, pero su cuerpo no le obedecía.

Maia caminó por la habitación con una calma glacial, rociando el líquido en los rincones mientras sostenía a los bebés contra su pecho.

—Te has convertido en un problema, hermanita —dijo—. No te preocupes, yo me ocuparé de tus pequeños. Se merecen algo mejor.

—¡Por favor! ¡No lo hagas! —suplicó Olivia, las lágrimas surcando su rostro.

Maia no mostró piedad. Encendió el mechero y lo dejó caer al suelo. Las llamas empezaron a expandirse con rapidez, dibujando en su rostro una luz siniestra mientras se dirigía hacia la puerta con los recién nacidos en brazos.

—Adiós, Olivia —murmuró con una sonrisa antes de fundirse entre el humo y el fuego.

Convencida de que su plan era infalible, Maia se juró a sí misma que engañaría a Max Brook haciéndole creer que ella era la mujer de aquella noche. Eran gemelas idénticas; con Olivia desaparecida, nadie dudaría de su historia.

Mientras sostenía a los dos mellizos, una sonrisa fría cruzó su cara.

—¿Por qué lloras? —musitó, mirando a los bebés como si la entendieran—. Si no fuesen hijos de Max, también los habría dejado aquí.

Su expresión se ablandó un instante al acariciar las mejillas de los pequeños, pero su voz permaneció gélida.

—Sin embargo, ustedes dos me servirán. Con su apoyo, no tardaré en casarme con la familia Brook y convertirme en la señora de todo lo que tienen.

Maia ya se imaginaba rodeada de lujo y poder, con Max a sus pies y Olivia completamente borrada. Lo que no sabía era que su hermana no había muerto como ella esperaba.

Desesperada y al borde de perder el conocimiento, Olivia reunió las pocas fuerzas que le quedaban. No permitiría que Maia triunfara; sus hijos dependían de ella. Aunque su cuerpo flaqueaba, su voluntad ardía más intensa que el fuego.

Cuando las llamas devoraban la habitación, Olivia logró reunir energía suficiente para escapar por la ventana. A duras penas se alejó del edificio cuando un dolor agudo y conocido la atravesó.

Cayó de rodillas, jadeando, y un nuevo llanto quebró la noche. Con manos temblorosas, alzó al otro bebé: su tercer hijo, pero no todo terminó ahí cuando otro dolor punzante volvió a atacarla y con este, el nacimiento de su cuarto hijo.

—Así que… no solo di a luz a mellizos —murmuró entre lágrimas que eran mezcla de dolor y alivio.

Contempló a los pequeños, frágiles y desvalidos como los otros dos que Maia se había llevado. Su pecho se llenó de amor infinito y de un odio ardiente hacia su hermana.

—Por ellos soportaré todo —dijo con voz trémula pero firme.

Sus ojos brillaron con una determinación nueva; apretó los dientes y miró al cielo oscuro. —Recuperaré todo lo que me quitaste, Maia. Te lo juro.

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