Capítulo 2

Dos meses después

Olivia se quedó inmóvil frente al espejo, las manos temblorosas sosteniendo las dos pruebas de embarazo que reposaban sobre el lavabo. La tinta del segundo símbolo se había oscurecido hasta volverse inequívoca: dos rayitas, una confirmación que le quemaba en el pecho.

Los recuerdos la asaltaron como vidrios: fragmentos desordenados de aquella noche; la puerta, la confusión, la soledad. No sabía con certeza todos los detalles —su memoria era una película fragmentada— pero sí sabía una verdad tan clara como el frío del mármol bajo sus manos: llevaba dentro un bebé. Y ese bebé tenía un padre que ella no conocía.

Un pánico primario la atravesó. Si su familia lo descubría, la obligarían a terminar con esa vida; la juzgarían, la arrancarían de su propia historia. Pero, contra toda lógica y contra el miedo que le rodeaba, una calidez nueva empezó a crecer en su pecho, una ternura instintiva e inmensa hacia la vida que latía dentro de ella. No era sólo miedo lo que sentía: era también una resolución silenciosa de proteger a ese pequeño a cualquier precio.

Se limpió las lágrimas con la manga, respiró hondo y guardó las pruebas dentro de una caja en el fondo de su armario. No lo diría aún. No todavía.

Al otro lado del pasillo, en el dormitorio contiguo, Maia observaba la escena a través de la pantalla de su portátil. Las cámaras que había colocado —pequeños ojos negros ocultos en el marco de la puerta y el tocador— le daban un encuadre distraído y directo de la intimidad de su hermana. Cuando Olivia salió del baño, apretando con fuerza el borde de la toalla, Maia vio cómo sostenía las pruebas contra el cuerpo, la manera en que apretaba los dedos como si quisiera que el mundo no pudiera arrancarle aquello que acababa de nacer en su interior.

Una expresión oscura se dibujó en el rostro de Maia. Después de verificar que Olivia saliera de su habitación, apagó su portátil y se acercó con pasos calculados hasta la puerta entreabierta del armario de Olivia. Entró, palpó entre la ropa y sacó con manos rápidas las dos pruebas que Olivia había escondido. Confirmó lo que ya suponía: estaba embarazada.

Por un instante, el miedo la golpeó. Si ese embarazo llegaba a manos del público o, peor aún, de Max Brook, todo lo que había construido —la influencia, las apariencias, la seguridad de su posición en la familia— podía venirse abajo. Pero entonces la mente maquiavélica de Maia se encendió: aquel accidente podía convertirse en un trampolín.

“Un problema”, pensó primero, mientras volvía a esconder la caja con las pruebas en un lugar que sólo ella conocía. “O una oportunidad”.

Maia envió un mensaje breve y frío al número que la había contactado meses antes: “Arregla lo del video. Hazlo desaparecer. Y que nadie vuelva a hablar de esto.” Debajo agregó: “Y recuerda quién te contrató.”

La respuesta no tardó en llegar: un emoji y la promesa de una reunión. Maia apretó los dientes con satisfacción contenida. Su plan comenzaba a moverse como una maquinaria —silenciosa, precisa— que pronto dejaría a Olivia sin salida.

En la habitación, Olivia encendió una lámpara pequeña y se sentó al borde de la cama, la prueba recién guardada presionada contra su pecho. Cerró los ojos y, por primera vez en semanas, se permitió imaginar con ternura: una manita diminuta, un susurro en la noche, una vida que dependía de ella. El mundo podía querer arrebatarle todo; pero por ahora, en ese momento suspendido, juró que no dejaría que nadie tocara a su hijo.

Olivia, sola en la penumbra, no sabía que alguien ya había empezado a cerrar el círculo alrededor de ella. No sabía que su cuerpo, su secreto y su ternura maternal habían pasado a ser piezas en un tablero que otros manejaban con frialdad.

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