Capítulo — El peso de la sangre
Samuel empujó las puertas de cristal del Montaldo. La rutina ya estaba pactada con Victoria: ella desayunaría cada mañana con Ernesto y Clara, y él se encargaría de supervisar las primeras gestiones del hotel. Así los padres de ella verían que Victoria confiaba en alguien y que podía delegar, algo que aliviaba su carga y le devolvía un poco de aire a la familia.
La cena de la noche anterior había sido una prueba difícil. Samuel había necesitado de toda su disciplina para disimular la tristeza y la bronca que le corroían por dentro. Pero Ernesto estaba feliz. Y verlo sonreír, después de todo lo que había pasado antes de enfermar, era lo único que le daba paz.
Caminaba rápido, con la corbata floja y los hombros pesados. En su portafolio, la carta de su madre ardía como un hierro incandescente. Esa verdad —esa maldita verdad— lo seguía en cada paso, quemándole el alma.
Pensó que lo peor de la semana ya había empezado con ese descubrimiento. Pero se equivoc