Afuera del hospital, María caminó sin saber por cuánto tiempo.
A las tres de la madrugada, volvió a casa. No encendió la luz y, justo cuando iba a abrir la puerta, escuchó un llanto adentro.
—Dylan, lo que estamos haciendo está mal. Es culpa mía… No podemos seguir —sollozó Emilia.
Sobre la cama, la ropa de ambos estaba revuelta. Emilia tenía el rostro encendido y olía a alcohol.
—Eres su hermano menor. Yo no puedo. Lo nuestro, si acaso, que sea mediante FIV… sí, solo FIV —dijo, incorporándose con torpeza.
Apenas se movió cuando Dylan la sujetó por la cintura. La tensión le trepaba por la garganta; iba a soltarla, pero se contuvo a medio aliento.
—Emilia, en realidad yo…
En el umbral, María bajó la mirada. Sabía que él no se atrevería a decirlo. Emilia era su cuñada. Él, el hermano menor del difunto. Y, además, estaba casado.
Dylan apretó la mandíbula, conteniéndose al límite.
—El doctor dijo que, aunque la FIV tiene altas probabilidades de éxito, si queremos acortar tiempos, lo más fácil es hacerlo de forma natural. Somos jóvenes…
Le apoyó la mano con suavidad en la cintura.
—Imagina que soy mi hermano.
—Dylan… —murmuró Emilia.
Muy pronto, el cuarto se llenó de jadeos.
María quiso dar media vuelta y huir, pero el cuerpo se le quedó helado. Cada sonido era una aguja clavándosele en las entrañas, hasta desear no sentir nada.
Cuando todo terminó, sintió un vuelco feroz en el pecho. Corrió escaleras abajo, salió a la calle y se arrodilló junto a la acera. Vomitó como si quisiera vaciarse por dentro, una y otra vez, hasta que ya no tuvo nada más que sacar, y las lágrimas le corrieron sin control.
Con la vista nublada, se vio de nuevo en el día de su boda. Sus padres habían muerto tiempo atrás; no hubo nadie que la acompañara al altar. Dylan había estado firme a su lado.
—Mari —le había prometido—, te voy a cuidar toda la vida. Te seré fiel. Fuera de ti, no habrá nadie más.
Entonces lloró de emoción, inconsolable. Y, sin embargo, apenas habían pasado tres años y aquellas palabras ya no valían nada.
Al amanecer, María se secó las lágrimas, tomó un taxi y fue al consulado para tramitar la visa.
Cuando volvió, todo en la casa parecía igual que siempre. Fingió no ver la intimidad que flotaba entre ellos.
Entró a su habitación y encontró su maleta en el piso. Se detuvo. Antes de que hablara, Dylan se le acercó, incómodo.
—El doctor dijo que, para la FIV, Emilia tiene que recuperarse bien y tomar sus medicamentos. Ella es descuidada, siempre olvida las dosis. Quiero vigilarla de cerca y tú…
Titubeó, encadenando excusas, y remató:
—Todo esto es para cumplir cuanto antes lo que mis papás me pidieron. En cuanto Emilia quede embarazada, tú y yo volveremos a nuestra vida en pareja, solo nosotros dos.
María curvó los labios. Vaya esfuerzo para inventar un motivo tan absurdo.
—Está bien —aceptó.
Dylan la abrazó, exultante.
—¡Sabía que mi Mari iba a acceder! ¡Eres la más dulce, la más atenta!
El perfume que no era de él le golpeó la nariz. María contuvo las arcadas, lo apartó con rapidez y empezó a empacar, pieza por pieza.
Antes temía que, si se llevaba sus cosas, él sospechara. Ahora tenía un motivo “oficial”, a prueba de dudas.
Al verla vaciar el armario, Dylan dio un paso hacia ella, vacilante.
—¿Por qué te llevas todo? Emilia solo se mudará un tiempo. Después…
María guardó el último neceser y sonrió.
—Por si llego a necesitar algo. Entrar aquí sería… poco conveniente.