María despertó sobresaltada por una pesadilla. El mar la cubría por todas partes; no tenía por dónde escapar y solo podía dejar que el agua la tragara.
Apenas abrió los ojos, una figura se abalanzó hacia ella.
—¡Mari, ¿estás bien?! ¡Me asustaste muchísimo! —dijo Dylan.
Antes de que ella respondiera, él siguió:
—No le eches la culpa a Emilia. Solo quiso invitarte a meterte al agua para divertirte, no pensó que te asustarías así. Ella también se espantó y le dio un calambre; por poco le pasa algo. Considéralo compensado.
No había imaginado que, al volver en sí, lo primero que escucharía sería eso.
María lo miró fijamente, con el corazón encogido.
—Dylan, yo casi me muero. ¿Lo entiendes?
¿Cómo podía decir algo así?
Dylan frunció el ceño.
—¿Por qué te pones así? No te moriste. Emilia también casi se ahoga, ¿no es suficiente? ¿O quieres que “pague con su vida”?
—Te aferras a una tontería. Antes no eras así. Hasta para hacer un berrinche hay límites.
“Una tontería”, repitió para sí.
Sí, para él que ella no hubiera muerto había sido una cosa menor. “Y si me hubiera muerto, igual lo habría visto como una ‘tontería’”, pensó con una sonrisa rota.
María desvió la mirada.
—Quiero descansar.
—Está bien. Piénsalo con calma —dijo Dylan, y se fue sin más.
Los dos días siguientes, Dylan no apareció. Cuando la enfermera entró a cambiarle el suero, comentó con una risita:
—Los de la habitación de al lado se aman de veras. La señora apenas se ahogó un poco y el marido no se aparta de su lado, ni un minuto. Da ganas de enamorarse, ¿verdad?
María se sostuvo del porta sueros y salió al pasillo. Tal como lo temía, en la habitación contigua vio a Dylan sentado junto a la cama de Emilia Blanco; pelaba una manzana y le acercaba trocitos a la boca, con paciencia.
Aunque se había preparado, el pecho se le apretó como bajo una mano invisible.
Se dio la vuelta para irse; alcanzó a ver, de reojo, lo que Emilia sostenía. Se quedó helada. Entró de golpe, le arrancó el objeto de las manos y apretó los dientes.
—¡Es la pieza con la que iba a competir! ¿De dónde la sacaste?
Emilia se encogió, sobresaltada, y se escondió en el pecho de Dylan.
—Dylan…
Él no esperaba verla ahí. La abrazó con rapidez, frunciendo el ceño con evidente fastidio.
—La traje yo. A Emilia le gustó y se la dejé para que la viera. ¿Cuál es el problema? Eres tan capaz que puedes hacer otra cuando sea. ¿Para qué gritar así? La estás asustando.
—¿Solo “hacer otra”, así y ya?
María lo encaró.
—Sabes cuánto me esforcé para esta competencia. ¡Trabajé cuatro meses!
Casi todos los días se había quedado a vivir en su taller; incluso cuando se desmoronaba de cansancio, seguía pensando en terminarla cuanto antes. ¿Cómo podía él hablar con tanta ligereza?
El gesto de Dylan fue cambiando.
—Es solo un concurso. Si no vas, no pasa nada. Tienes tantos premios que uno más, uno menos, da igual.
María apretó la talla entre las manos y bajó la vista. La pieza ya estaba irreconocible, maltratada. Los ojos se le nublaron.
No pudo contenerse.
—Dylan, en tu corazón, ¿qué soy yo? ¿Me amaste alguna vez, aunque fuera un poquito? ¿O siempre amaste a otra?
La discusión se oyó en el pasillo y la gente empezó a asomarse. Dylan se puso de pie de un salto.
—¡María! ¿Qué estás diciendo? ¡Estás fuera de ti! ¡Vamos con el médico! Si a ti no te da pena, a mí sí me da.
Cuando él intentó tocarla, ella le soltó la mano de un manotazo.
—¡No me toques!
Se le zafó la aguja del suero y la sangre corrió caliente.
Al verla, Dylan avanzó de inmediato para presionarle la herida.
—Mari, tú…
—Estoy bien.
María apretó la herida con expresión neutra y dejó que la sangre le empapara ambas manos.
—Sigan —dijo, sin mirarlos.