Los días siguientes, María dormía en el cuarto de huéspedes y, al despertar, se iba directo a su taller.
El maestro valoraba muchísimo la aptitud de sus alumnos. Había pedido que, cuando se presentaran, llevaran su obra más reciente. El tiempo apremiaba y la tarea pesaba.
Pero, sin saber por qué, María se sentía agotada y con sueño todo el tiempo. A veces, en plena talla, se quedaba dormida sin darse cuenta.
Se le clavó un mal presentimiento.
Salió del hospital y, al ver los resultados, con valores por encima del rango normal, se sentó sin fuerzas en una banca.
¿Cómo podía ser…?
Cuando se casaron, los dos habían soñado con un bebé. Probaron de todo y nunca llegó. Después, Dylan le dijo que lo dejaran en manos de la naturaleza, sin presiones.
Durante tanto tiempo creyó que la esperanza se había ido. Y ahora…
María apoyó una mano en el vientre; se le humedecieron los ojos.
“Bebé, llegaste en el peor momento.”
Le sonó el teléfono en el bolsillo. Contestó y oyó una voz eufórica:
—¡Mari, ven ya! ¡Tenemos buenas noticias!
Apenas llegó a la casa de sus suegros, la metieron adentro.
Todos sonreían.
—¡María! ¡Emilia está embarazada!
María levantó la mirada hacia el sofá, aturdida. ¿Cómo…?
Emilia se puso colorada y habló bajito:
—Mamá, no diga eso. Han pasado apenas unos días. Ni siquiera fuimos a la clínica.
—¿Cómo que “no diga”? —replicó la suegra con aplomo—. ¿Crees que estoy ciega? Si yo parí a estos dos, ¿cómo voy a equivocarme?
Emilia bajó la cabeza y se cubrió el vientre con las manos.
—María —agregó la suegra—, tu cuñada va a necesitar cuidados. Tú tendrás que cuidarla bien; al fin y al cabo, también es…
No terminó la frase, pero María entendió: no solo sería hijo de Emilia. También sería hijo de Dylan.
Dylan se adelantó, solícito:
—Mamá, usted sabe cómo es María. Claro que va a cuidarla.
—Sí, sí, sí —dijeron varios, felices.
La casa entera celebró el embarazo de Emilia. Nadie miró a María.
Ella supo que, en ese momento, no podía irse, así que subió al piso de arriba.
Después de la siesta, el estómago se le revolvió. Corrió al baño y estuvo vomitando un rato.
—¿Qué te pasó, María? —sonó de pronto a su espalda.
María se volvió; Emilia estaba en el marco de la puerta. María respondió con frialdad:
—Nada.
—Sé que me guardas rencor —dijo Emilia, acariciándose el vientre—. Pero no fue idea mía; tus suegros lo pidieron. Además, Dylan quiso.
María no quiso seguir. Se enjuagó la boca, se limpió y salió.
—Lo sé.
Al cruzarse con ella, Emilia la sujetó de la muñeca; se le endureció el gesto.
—Este bebé será mi único hijo. Nadie va a competir con él por el cariño.
María iba a apartarse cuando vio lo que Emilia tenía en la mano: sus resultados médicos.
Sintió otra vez el mismo mal presentimiento. Le soltó la muñeca de un tirón, se cubrió el vientre y retrocedió.
—¿Qué piensas hacer?
Emilia la vio cubrirse el abdomen y confirmó su sospecha.
—No debiste embarazarte ahora, María.
—No voy a permitir que nadie le quite a mi hijo el lugar. Ni el cariño de Dylan.
A María le retumbó el corazón. Se dio la vuelta y salió corriendo, gritando:
—¡Dylan! ¡Dylan Ramos!
—No grites —dijo Emilia, pisándole los talones—. Les dije que se me antojó fruta deshidratada y todos salieron a comprármela.
—En sus corazones, yo soy la más importante.
María la miró con cautela.
—Emilia, no voy a pelear contigo. Me voy a ir. Dylan y su familia serán tuyos.
Emilia sonrió.
—¿Irte? No basta.