Los ojos de Quinto perdieron todo brillo. Se levantó de un salto y huyó.
No podía soportar el peso de sus errores.
El día de mi ceremonia de apareamiento con Héctor, vi a Quinto .
Cuando iba en el coche hacia la ceremonia, distinguí unas siluetas conocidas al borde del camino.
Aunque ya no lucían con el esplendor de antaño, no podían ocultar ese aura glacial que los caracterizaba.
Silvia, llorosa, se arrastró hacia Quinto, agarrando el dobladillo de su pantalón. Al ser ignorada, giró hacia Masón, quien ni siquiera la miró.
Hasta Caín, —quien solía mimarla—, la apartó con una patada.
Sus viejos trucos ya no funcionaban. Nadie la ayudó.
Mi mirada se cruzó con la de Quinto, antes de apartarme fríamente.
Tras la ceremonia, mi padre les ofreció a los tres una considerable fortuna, pero la rechazaron, alegando que algún día pagarían sus deudas de crianza.
Solté una risa despectiva.
Todos estos años, los tres habían malgastado las riquezas del Norte y se habían embriagado con los p