Sin agua, se tragó las pastillas de un solo golpe.
El dolor inmediato fue agudo, pero pronto comenzó a disminuir.
Cuando el dolor cedió, su mirada recuperó algo de brillo. Observó a Dulcinea en su estado de angustia, abrió la puerta del coche y con voz ronca dijo:
—Te llevo a casa.
—Puedo conducir yo misma.
—Dulcinea, por favor, hazme caso.
Su tono evocaba los días de recién casados, cuando ella le llamaba «cariño» y dejaba todas las decisiones en sus manos, sin preocuparse por nada.
Pero,
esos días habían quedado atrás, sepultados bajo el peso de los años y las heridas.
Luis la empujó suavemente dentro del coche y rápidamente rodeó el vehículo para subirse al asiento del conductor.
Ajustó la calefacción y sugirió que se quitara la ropa mojada.
Dulcinea, abrazándose a sí misma, respondió con frialdad:
—No es necesario, en un momento llegamos.
Luis no insistió.
Aceleró suavemente y el BMW blanco avanzó lentamente a través de la intensa lluvia, como si atravesara una cortina de agua gris