Encendió un cigarrillo, y su rostro, habitualmente pulcro y sereno, quedó envuelto en una fina nube de humo azul.
Después de unos minutos, habló suavemente: —Llama al jefe Sergio Enríquez. Dile que lo invito a cenar, en el mismo club de la última vez. Ah, y lleva una caja del vino que traje de Francia.
—Entendido —el secretario asintió.
Ya entrada la noche.
En las bulliciosas calles de Ciudad B, Matteo se inclinó sobre la acera y vomitó. Su secretario, preocupado, le daba golpecitos en la espalda: —No puede seguir bebiendo así. Si don Marlon se entera, va a enfadarse mucho.
Matteo, aferrándose a la barandilla, respondió con una mueca: —¿Y por qué debería saberlo?
Se enderezó como pudo y se tambaleó hasta el coche.
El problema aún no se había resuelto, pero Matteo no quería recurrir a los recursos de la familia Astorga.
Sabía perfectamente que Luis había sido el responsable de esa trampa, y si pedía ayuda a su familia, eso significaría que no era capaz de manejar la situación por sí mis