Una semana después, pese al montón de tareas que requerían su supervisión y los permisos que debía revisar minuciosamente, Noah percibió la ausencia de su consejero. Sabía que estaba por ahí, que cumplía sus funciones, pero lo hacía en silencio, demasiado callado, como un completo desconocido.
Su discurso fue muy directo. Tal vez se arrepintió de sus palabras, quizá fue demasiado duro. Es que todas esas cosas eran tan nuevas para él. Y no hablaba solo de restaurar el territorio de su padre, de pasar de ser unos exiliados a parte reconocida del dominio del Rey; también era nuevo en ser padre. Llegaba cansado y tragaba el estrés y el agotamiento para no mostrarse brusco con Leah. Jugaba con su pequeña y cargaba a su hijo.
En fin, Cassian no era del tipo sentido, se le pasaría el coraje y todo volvería a la normalidad.
O eso pensó, hasta el día siguiente, cuando lo vio llegar con una bolsa de cuero y en el rostro un gesto de desánimo.
—Me iré de la manada —dijo, y mantuvo su rostro se