El cuarto de los castigos apestaba a sangre y la poca iluminación lo hacía un escenario perfecto para que alguien cometiera un asesinato.
Liani cayó de rodillas antes del primer golpe. No porque se lo ordenaran, sino porque el cuerpo ya no le sostuvo el peso. Las manos le temblaron. El aire se le atoró en la garganta. Estaba aterrada; la mirada de esos lobos era espeluznante.
«El día de tu propia muerte nunca se anuncia, o tal vez todo lo de estos días fueron señales que no quise ver», se dijo, convencida de que no podría resistir.
—Por robo a una señora del Oeste, a la concubina del alfa Lucian —dictó una voz sin rostro—. Veinte azotes.
El primer latigazo abrió la piel como si fuera tela vieja. El grito salió roto, breve, ahogado por el miedo. El segundo llegó antes de que pudiera recuperar el aliento. El tercero la hizo doblarse. El cuarto le arrancó las lágrimas.
Lloró. Lloró sin vergüenza. Lloró llamando a su madre muerta, a los dioses sordos, a Ezra.
Cada golpe dejó carne abierta