El aire de la mañana se filtraba por los ventanales altos, con ese aroma tenue a piedra húmeda y a madera recién pulida. Noah estaba sentado frente a Cassian en el césped, y observaba las sombras bajo sus ojos, las ojeras oscuras que se hundían hasta casi tocarle las mejillas. Bajó la mirada hacia sus manos empuñadas y apretó los labios hasta formar una fina línea. Usaba todo su autocontrol para no echarse a reír.
—Entonces, dices que esos tipos te siguieron… para espiarte mientras nadabas desnudo en el río, a las afueras del palacio —preguntó Noah, y aspiró el aire con una calma ensayada.
Cassian asintió con dramatismo.
—¡Claro que sí! Noah, te digo que este lugar es liberal… la otra vez vi a dos sirvientes entrar en la misma cabaña y, luego de minutos, salieron sudados y con las ropas mal puestas.
Noah levantó una ceja. Los balbuceos de su hija se escuchaban de fondo. El día era caluroso, pero agradable.
—Cassian, ¿de verdad crees que ese lobo, y la nieta del anciano amargado, querí