—Puedes usar solo una vez más tu energía y sanarla —pidió Noah al lobo sanador, pese a que el cansancio se filtraba en cada uno de los poros del lobo.
Ezra negó con lentitud. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y la piel pálida brillaba por el sudor.
—Señor… si hago eso, puede que mi corazón se detenga —se aclaró la garganta con un esfuerzo doloroso—. Posiblemente mi muerte sea inminente. Yo no soy muy fuerte. Mi compañera y mi hijo me necesitan. Sé que tengo una deuda con…
—La deuda la tengo yo, contigo —le reconoció Noah con voz baja, firme. A lo lejos, un aroma inconfundible se filtró en el ambiente: la presencia de los Reyes.
El silencio se rompió con el sonido de pasos elegantes. La Reina Rubí avanzó hacia ellos, su manto se arrastraba sobre el mármol. Los ojos se le humedecieron al contemplar la escena. El cachorrito lloriqueaba en el regazo de su madre.
—Pero qué cosa tan hermosa… —murmuró con ternura. Se inclinó un poco, con intenciones de tocarlo.
Noah levantó la vi