En el momento en que Leah cruzó el pasillo que la conducía al frente del trono del Rey Licántropo, su vista reparó en Freya: en su piel enrojecida, en las bolsas marcadas bajo los ojos y en los moretones esparcidos por sus brazos pálidos y su cuello delgado.
En el instante en que sus miradas se cruzaron, la concubina dejó escapar un gruñido.
—¡TÚ LO MATASTE, MALDITA! —gritó hasta casi desgarrarse la garganta—. ¡Tú y tu asqueroso amante!
Leah arrugó la nariz. ¿En serio Freya usaba el término amante tan despectivamente, cuando llevó ese papel en la relación con Lucian?
Por más que jurara amor eterno y gritara después de cada paliza que era el amor de su vida, la esposa, la compañera, siempre había sido ella. Por la razón retorcida que fuera, todos lo sabían.
—Guarda silencio, o el juicio terminará antes de siquiera comenzar —el Rey reprimió lo que en realidad deseaba decirle a la escandalosa loba.
La Reina permanecía a su lado, en silencio. Las acusaciones de Freya eran contu