El aire en el coliseo olía a sangre seca y polvo de muerte. Las gradas, un mosaico de rostros sedientos de violencia, rugían con una sola palabra que se repetía como un mantra siniestro:
—¡Cabeza! ¡Cabeza! ¡Cabeza!
Bajo ese clamor unánime, Noah se alzó en el centro de la arena, un lobo acorralado cuya sombra parecía encogerse bajo el peso de tantos ojos hambrientos. Su respiración ya no respondía al miedo, sino al odio. Sabía, con una certeza que le heló los huesos, que aquel sería su último amanecer.
Arriba, en un palco tallado en madera oscura, Lucian presidía el espectáculo. Su trono era una parodia de la autoridad, un nido de ramas retorcidas que se alzaba sobre la carnicería. Sus ojos, fríos y calculadores, barrieron la multitud con la arrogancia de un dios que dispone de las vidas de sus criaturas.
A su lado, Leah permanecía rígida, un espectro de lo que fue. Su rostro, otrora un lienzo de luz y determinación, era ahora una máscara pálida y descentrada, con los ojos hundidos y l