La profunda oscuridad se esfumó como el humo de un incendio apagado. Leah encendió la luz azulada de sus ojos. Trajo una visión. Después de tanto tiempo.
Se alarmó por ese hecho y llevó las manos instintivamente a su vientre. La piel flácida y vacía bajo sus dedos la estremeció. Su bebé no estaba ahí. Los recuerdos de las fuertes declaraciones de Michelle sobre la muerte de Noah, sus golpes, sus contracciones… todo volvió a su mente con la fuerza de una marea.
—¿Noah… Noah está muerto? —la pregunta salió con voz ahogada, un nudo de pánico y dolor que le cerró la garganta. El llanto nubló su visión.
Entonces el humo se formó de nuevo y, al disiparse, Leah miró al alfa Noah. El lobo yacía tirado. Su piel —aquella que ella recordaba cálida y firme— se cubría de heridas expuestas. Jadeos violentos sacudían su cuerpo, con un rictus de agonía que le partía el alma, mientras se aferraba a la vida.
De pronto apareció un lobo con vestimenta blanca. «Ese es el ropaje de los lobos sanadores»