Los músculos de Lucian se retorcían. El enorme lobo de pelaje oscuro y ojos dorados ahora adoptaba su forma humanoide.
Al poner un pie en su territorio y mirar la cara de los guardias, supo que algo no iba bien.
—Señor, usted… regresó antes del tiempo que nos dijo —le mencionó uno, con la voz quebrada y la vista en el suelo. Todo su cuerpo temblaba de forma involuntaria.
Lucian apestaba. No a sudor, sino al penetrante olor de la muerte: sangre reseca y metálica, incrustada en los pliegues de su armadura negra. Bufó sin decir nada.
En la siguiente área, un nuevo grupo de guerreros lo recibió. Sus rostros se llenaron de miedo; sus frentes sudaban por los nervios.
—¿Qué ha acontecido para que mis soldados se caguen al verme? —preguntó con impaciencia.
—Es… los sabios quedaron en tratar ese asunto con usted…
Lucian exhaló con fastidio. Avanzó. Los lobos que lo habían acompañado iban detrás de él.
Al entrar a su recinto, una sola frase le quitó cualquier rastro de buen humor:
“