En el cuarto, el dulce aroma a leche y hierbas calmantes se mezclaba con las respiraciones acompasadas de los cachorros recién nacidos.
Leah observaba, con una mezcla de ternura y dolor, el rostro de las otras lobas, que acariciaban con infinita suavidad a sus hijos. Unas mecían a sus crías en los brazos, otras les susurraban palabras dulces que flotaban en el aire.
Tragó saliva con fuerza, en un vano intento por deshacer el nudo que le cerraba la garganta. Los muertos nada saben. Su bebé ya no estaba. Aunque su mente y su corazón se aferraban con desesperación a no dejarlo en el olvido, la cruda realidad era que nunca podría traerlo de regreso.
Unas pisadas decididas, que apenas murmuraban sobre el suelo de madera, llamaron su atención. Era el alfa Noah, cuya silueta alta y familiar llenó el marco de la puerta. Su expresión no mostraba ira, sino una reflexión sombría que nublaba su mirada.
Las demás lobas, que captaron la energía tensa y solemne que emanaba de su nuevo líder, se leva