Conder apretó el antebrazo de Leah. Sus dedos se hundieron en su piel delgada como si quisiera romperla desde el hueso.
—Tú eres la causa de todas nuestras desgracias —escupió con desprecio—. Vil y asquerosa. Igual que ese bastardo de Lucian. ¿Qué haces aquí?
Leah forcejeó. Sabía que él era más fuerte, pero no retrocedió. Clavó la mirada en los ojos del viejo lobo.
—Usted no tiene derecho a hablarme así. —En su interior forzaba la manifestación de su don. Nada.
El rostro de Conder se deformó por la rabia.
—¡Voy a romperte ese hocico insolente! —gruñó, se soltó del agarre de su hija y alzó el brazo.
Pero no alcanzó a completar el movimiento.
Una fuerza lo empujó hacia atrás. Noah apareció como un rayo; su brazo atrapó el de Conder y lo inmovilizó sin esfuerzo.
—Suéltala —ordenó el alfa, la voz grave. Autoritaria.
Conder lo miró, furioso.
—¡Tú no sabes lo que esta perra representa! ¿Has perdido la cordura?
—Te dije —repitió Noah, con los ojos encendidos, y apretó su agarre— qu