La inflamación en el ojo de Cassian no bajaba ni un poco. Su labio partido no era peor que la herida en su costado derecho. Cada paso dolía, y el sabor metálico en su boca le recordaba que seguía con vida.
—Alfa Noah, ¿me permite decir algo? —preguntó, con desgano.
—Dilo —respondió Noah. Su rostro varonil cubierto de magulladuras. Sus nudillos reventados, las manos llenas de ampollas. Habían recibido una paliza digna de contarse a los nietos… si vivían lo suficiente para tenerlos.
—Estamos jodidos —murmuró Cassian—. ¿Sabe perfectamente quiénes son los hijos de ese sádico, verdad? Vendrán por venganza.
—Lo sé —contestó el alfa, con voz plana, casi sin emoción.
—L-lo siento —susurró Leah detrás de ellos. Caminaba con dificultad. La túnica raída que llevaba apenas cubría lo necesario. Su cabello apestaba a sangre y vísceras. El dolor en sus extremidades era constante, pero no era nada comparado con la culpa que le quemaba el pecho.
«De verdad creí… que no saldría viva», se dijo e hizo un