Leah despertó con el cuerpo adolorido, como si su propia piel hubiera absorbido el impacto de aquella visión.
No tardó ni cinco minutos en que su custodio le avisara al alfa.
Los pasos de Noah eran firmes; el olor a bosque y rabia inundó la habitación.
—Habla —ordenó, sin preámbulos—. ¿Qué viste?
Leah cerró los ojos, se aferró al silencio como su único aliado.
—No vi nada —dijo despacio; las mentiras no se huelen cuando se dicen con calma—. Seguramente mi debilidad hizo que algún espíritu inmundo se interpusiera en la visión.
Noah la miró sin pestañear. Dio un paso más.
—Te lo preguntaré otra vez… ¿Qué viste?
—Nada. —Abrió los ojos, contuvo el aliento por unos segundos y se obligó a sostenerle la mirada a ese cruel alfa.
Él, más irritado, inclinó el rostro hacia ella, lo suficiente como para que el calor de su respiración le golpeara el rostro.
—Me lo dirás por las buenas… o por las malas.
Ella no aguantó más y desvió los ojos.
—Vi… vi a mi cachorro morir. Vi el día que él mató a mi