Unos días más tarde, entre la servidumbre de la casona del alfa Lucian, se extendió el rumor: había un nuevo territorio por conquistar.
Él podía enviar a su ejército y acabarían con todo ser vivo en menos de dos horas. Pero no.
Lucian disfrutaba aniquilar con sus propias manos.
Le fascinaba la adrenalina. Lo enloquecía el olor a sangre.
Y más aún, saberse superior a todos sus enemigos juntos.
Así que, como era costumbre en esas ocasiones, dejó a los ancianos consejeros al mando, al menos por ese lapso breve en el que estaría fuera.
Antes de cada batalla “importante”, visitaba el cuarto de su compañera vidente.
La puerta se cerró detrás de él con un golpe seco. Leah alzó la vista, los hombros crispados bajo la manta delgada.
El cuerpo de la loba se estremecía bajo su tacto. No por placer. No por deseo.
Era el miedo.
Era la memoria corporal.
Cada golpe.
Cada rasguño.
Lucian la besó con fiereza. Mordió sus labios hasta hacerlos sangrar.
Ella apenas respiraba. Cada fibra en su cuerpo vibr