La empleada tocó la puerta con los nudillos tres veces, como hacía siempre que iba a buscar los platos después del almuerzo. Eran golpes prudentes acompañados por su voz respetuosa.
—¿Señora Ámbar? —preguntó desde el otro lado—. ¿Ya ha terminado de almorzar? He venido a llevar el plato.
Esperó unos segundos, pero del otro lado no se escuchó nada. Era extraño, porque Ámbar solía responder enseguida. A veces lo hacía con voz baja y cansada, pero nunca permanecía en silencio.
La empleada volvió a llamar, esta vez un poco más fuerte, y el tono de su voz se tornó inquieto.
—¿Señora Ámbar? ¿Está usted bien?
El silencio seguía igual y la mujer comenzó a sentirse intranquila. Miró hacia el pasillo vacío, se humedeció los labios y, después de dudar un instante, se hizo escuchar.
—Voy a entrar, señora. Disculpe…
Giró despacio el picaporte y empujó la puerta. La habitación estaba envuelta por las luces solares que entraba a través de las cortinas de lino movidas por la brisa. Todo parecía en or