Ámbar abrió los ojos, confundida, y permaneció quieta unos segundos. Lo primero que vio fue el rostro de Raymond inclinado sobre ella. Al notar que despertaba, él se acercó y le habló con voz suave y preocupada.
—Ámbar, ¿me escuchas? —le preguntó.
Ella no respondió. Seguía aturdida, observando el techo blanco del lugar sin comprender dónde estaba ni qué había sucedido. Raymond, al notar su desconcierto, intentó tranquilizarla.
—Todo está bien, ¿de acuerdo? Voy a llamar al doctor.
Se levantó de inmediato y salió de la habitación. Poco después regresó con el médico. Cuando el doctor se acercó, Ámbar ya empezaba a recobrar la conciencia. Reconoció el olor del desinfectante, el zumbido de las máquinas y la aspereza de las sábanas del hospital.
—¿Cómo se siente, señora Schubert? —articuló el doctor.
La mente de Ámbar seguía confusa, pero de pronto una idea irrumpió con fuerza en su cabeza, haciéndola incorporarse parcialmente.
—Mi bebé… —murmuró con angustia—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Le pasó