Vidal irrumpió su casa como un huracán. La puerta se cerró de golpe detrás de él con un portazo que retumbó en las paredes, y las llaves, lanzadas con violencia sobre la mesa del recibidor, cayeron haciendo un ruido metálico que se mezcló con el eco de su respiración agitada. Refunfuñaba, mascullando palabras ininteligibles, con el rostro enrojecido y los ojos encendidos como brasas.

Alaska apareció desde el pasillo, sorprendida por el estrépito.

—Vidal… ¿qué estás haciendo aquí? ¿No deberías estar en la empresa a esta hora? ¿Y qué es lo que te tiene tan furioso?

Pero Vidal no respondió. Parecía atrapado en una tormenta interna. La noticia lo tenía aturdido: apenas se había divorciado de Ámbar y ya ella se había casado con otro hombre. La idea le resultaba tan absurda que todavía se aferraba a la ilusión de que se trataba de una mala broma o de un mal sueño del que en cualquier momento despertaría.

Preocupada por la forma en que él se debatía, Alaska se le acercó con decisión.

—Vida